LA CIUDAD Y SU MAR

Por Fabio Seleme

Cada ciudad recibe su forma de las fuerzas a las que se le opone. En el caso de Río Grande, por un lado, está la estepa, que nadie sabe dónde empieza. Por otro, el mar, que nadie sabe dónde termina. La ciudad pugna entre vientos y mareas, entre horizontes extraviados y brumas que extravían. Confín entre dos desiertos, Río Grande fuerza contra ellos y puede a medias, porque en su medio la atraviesa un estuario por el que dos veces al día el mar invade su llanura y se retira.

Marisma indescifrable, centro ausente y abstraído donde penetra a diario la eternidad repetitiva de las fuerzas oceánicas que se elevan con zozobra y se retiran con misterio. A ese tiempo es al que se ciñe a diario el trabajo del buscador de pinuca, del marisquero, del pulpero o del pescador artesanal que extiende sus redes fijas de enmalle en las playas.

Sucede que las mareas, que en la mayoría de los lugares es un accidente que pasa casi desapercibido, en nuestra costa son un hecho ostensible, determinante y esencial. Notorias y marcadas, aquí crean un amplio espacio intermareal que se traduce a diario en la restinga que emerge y se oculta, en las largas playas que verdean fugaces, en los bancos de arena que se dejan ver planchados y desaparecen.

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Temporalidad marítima, de creciente y bajante. Reloj de frontera litoral que se estructura en ciclos irregulares, de poco más de seis horas con pequeños intervalos de descanso, que se desplazan lentamente a través de los días solares. Como si se tratara de un cronógrafo de un tiempo insondable, la temporalidad entre la alternancia de la bajamar y la pleamar crea periodizaciones cósmicas de unidades puntualmente singulares, ya que prácticamente nunca se repite una secuencia igual de mareas. Tiempo del mar, y a su vez, el más humano, por su apariencia misteriosa, eventual y gratuita. Tiempo de sucesiones sin recurrencias fijas, singularidad del flujo en nuestras costas sobre sus playas. El tiempo del mar es el tiempo subjetivo de nuestra ciudad, que marca la conciencia de las horas con sus reglas. No tanto de duración como de dinámica.

Las mareas traen el tiempo de esa parte del mundo que no es terrestre y nos pone en relación con una alteridad inalcanzable que alerta con sus giros nuestra estancia. Las mareas develan en retirada el fondo marino como el interior del cuerpo del mundo, como el inconsciente de los sueños. Traen la retrospectiva del origen que se descubre en las formas extenuadas de la tosca, la piedra y la arena. Exhalan ese olor crudo y primordial, a algas y salmuera. Hermanas danzando una ceremonia inconsciente de confidencia y encubrimiento en la boca del río.

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Río Grande es la ciudad cuyo estuario es su gesto y su estigma. Su singularidad que la identifica es esa sal que la cubre y la desnuda, la agita y agota en sus límites de arena. La ciudad tiene, entonces, un cauce marino adentro y por esa cicatriz transcurre la erótica de ese tránsito de ida y vuelta de las aguas, con los peces que entran y salen también, pero como fantasmas.

Son róbalos eurihalinos, los peces que suben y desaloja la ría con las aguas. Son róbalos, nacidos y criados. Los que le dieron el primer nombre a este lugar: korroshkol. Los mismos que son motivo de la principal fiesta de la ciudad. Pero son también sus peces los salmónidos exóticos que remontan el río por la estepa y vuelven al mar según temporadas. Salmónidos venidos y quedados. A los que se entroniza en un monumento de un individuo de la especie hecho de cemento arqueado en el que se sintetiza la dialéctica de la ciudad con su tótem. Ese estático pez cazador de moscas ejerce la centralidad en la ciudad que lo sacraliza con vedas y lo profana con permisos. La sistemática tristeza de sus plazas, la parquedad cromática de los edificios y la rústica pobreza de sus monumentos parece casi una secreta y aguda estrategia de la ciudad para resaltar el módico iris de los deseos que brilla en las escamas dorsales de la escultura del animal acuático exhibido a la intemperie. La ciudad es la ciudad de este pez, su insólita capital mundial que, arrasada cotidianamente por el viento estepario y el olvido universal, se abstrae en la obsesión pueblerina de confeccionar señuelos con forma de insectos.