Ser isla – Por Fabio Seleme (*)

Ser isla es esencialmente ser algo diferente. Por ejemplo, ser una cosa distinta del continente. Pero al mismo tiempo isla es todo lo que no es mar en la inmensidad del océano. Ser isla es, por lo tanto, algo inestable desde el punto de vista del sentido y eso es lo que se avizora como más evidente en estas definiciones negativas. La inestabilidad es, por su parte, una forma prematura de desaparición, aunque también está presente en los procesos gestacionales.

Estas son las oscilaciones inquietantes del significado que se experimentan cuando uno va en busca de la razón insular, las mismas que le hacen decir a Deleuze que el hombre sólo puede vivir en una isla a condición de olvidar lo que la misma isla representa.

Ocurre que hay cierta figuración acerca de que el hombre puede sólo vivir en seguridad y contención, mientras que el ser de la isla es una esencia variable, una cuestión de límites fluctuantes. Basta ver un mapa de la Patagonia para tener la confirmación acerca de cómo funciona un final poco nítido de esta especie insular que señalamos. La Patagonia no cesa taxativamente, se disgrega de oeste a este en una multitud de islas con infinidad de accidentes. Se disuelve en un gradual archipiélago de piezas aleatorias entre las que se destaca una por su tamaño y su caprichosa forma geométrica: Tierra del Fuego. Nuestra isla, la que en muchos sentidos también es “la” isla. Porque en ella se cruzan los sentidos más profundamente geográficos, míticos y filosóficos que pueden pensarse de lo insular.

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Es, Tierra del Fuego, una isla generada por un doble movimiento geológico. En primer lugar, es el resultado de la deriva de una placa tectónica, fruto de una fractura. Su costa norte es la consecuencia del hundimiento de ese algo que la sostenía y la ataba. En segundo término, Tierra del Fuego es también el producto secundario de un afloramiento cordillerano que la elevó por el sur trayendo a la superficie el fondo marino. Tierra del Fuego es geológicamente sumersión y emergencia: memoria de que el agua puede inundar la tierra pero también de que la tierra puede irrumpir desde el fondo de las aguas.

Tierra del Fuego conjuga así los movimientos básicos que constituyen a cualquier isla, pero también las razones por las que la imaginación y el deseo nos impulsan hacia ellas. Porque todo lo que la geología dice de Tierra del Fuego es algo que ya sabíamos de otro modo los que emigramos hasta aquí. Todos actuamos el quiebre de la separación y la deriva lejos de los continentes familiares y fraternos. Llegamos solos y perdidos. Pero también vivimos el movimiento original que nos dio un nuevo principio. Todos aquí nos recomenzamos y reiniciamos a partir de un segundo punto de partida, radicalmente diferente.

Se trata de los mismos movimientos, pero de un móvil diferente. Por un lado, nos separamos y escindimos del mundo, para llegar a la isla derivada del continente, como hombres derivados y residuales de los otros hombres. Y por otro lado, ya no se trató de la Tierra del Fuego elevándose en picos filosos de montaña desde el fondo del océano, sino de nosotros recreándonos en el mundo a partir de la isla y surgiendo por encima de las aguas del fracaso.

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En general, el hombre es a posteriori de la isla y, en gran medida, no es más que una consciencia acerca de ella. Eso explica, en parte, por qué durante la infancia solemos navegar imaginariamente hasta islas para conquistarlas con el simple hecho de ponerle nombre y una bandera de fantasía. Nadie juega a que descubre continentes. Sucede que la isla nos fascina porque nos antecede y nos supera.

Para entenderlo, puede pensarse en el hecho básico de que “caminar”, la elemental acción de desplazamiento humano, no sirve para llegar a una isla, pero tampoco para abandonarla. Para viajar hacia y desde una isla hay que arriesgar algo por aire o por mar.

Estar en una isla es, por lo tanto, siempre en un punto, algo no humano. Por eso nada cambia para los nacidos y criados en Tierra del Fuego, ellos también son, como los venidos y quedados, migrantes a la deriva que se reinventan, ya que la esencia prehumana que hay en las islas hace que todas ellas sean imaginariamente desiertas, aunque estén realmente habitadas.

Las islas de algún modo siempre están más allá, elevadas sobre el mar. La isla es lo que el hombre sueña con gozo, temor o tristeza, según se traten las fantasías de utópica salvación o de maldita condena. En consecuencia, las islas son todas de fábula, ficción y quimera. Tierra del Fuego lo es desde que la avizoró Magallanes y tal vez también desde antes. Pero lo que sabemos con certeza es que el navegante portugués vio en esta tierra cómo se elevaban misteriosos humos y creyó que aquella visión pertenecía a la mítica “Terra Incognita”, aquella que los renacentistas inspirados en Ptolomeo cartografiaban con criaturas fantásticas y serpientes marinas. A tal punto lo creyó que no desembarcó en las márgenes fueguinas. Sin embargo, mientras se equivocaba Magallanes con aquella presunción no podía estar más acertado. Porque qué es una isla como Tierra del Fuego sino una gigante interrogación, una pura duda que nos interpela en el desierto oceánico de las certezas.

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Nada real nos une a Tierra del Fuego, más bien la unión es imaginaria y entonces indisoluble. Isla con forma de pie, con su situación de saldo caído del embudo cónico que es América del Sur. No sorprende que muchos fueguinos recuerden exacta y precisamente el día en que llegaron a la isla, sencillamente porque aquí todos abandonamos una vida en esa fecha de arribo, para tener un segundo nacimiento. Y con ese renacer aislado conocimos un secreto de la vida que los congéneres continentales tal vez no comprendan tan profundamente: a lo vivo no le concierne en nada su origen (eso es de dios o de la gran explosión) pero sí le atañe todo respecto de su producción, todo le corresponde sobre ese segundo comienzo autorrealizado.

(*) Secretario de Cultura y Extensión de la UTN