La palabra patagónica – Por Fabio Seleme (*)

«Gualicho». Palabra viva de una lengua muerta. Fragmento errante desprendido del todo desaparecido que lo contenía. Única voz ancestral y originaria de la Patagonia que sigue «dando vueltas» en el habla, en una identidad misteriosa de su suerte con su significado, ya que yendo en pos del gualicho es imposible no acudir a Rodolfo Casamiquela y constatar que etimológicamente gualicho (Watsiltsum) es «la giradora» o «la cincunvolucionadora».

«Gualicho» es entonces el vocablo sobreviviente en solitario de las lenguas chon que identificara Lehmann-Nitsche. Órgano sin cuerpo vagabundo cuyo uso se propagó extrañamente más allá del Río Colorado, al norte argentino, y más allá de la Argentina a Chile, Paraguay, Bolivia, Uruguay y hasta Brasil. Sin embargo, esa supervivencia de la palabra ha sido a expensas de un significado restringido y distorsionado, confiando a la idea de mero embrujo o maleficio. Y este retorcido devenir expansivo que lo ha hecho andar tergiversado parece también responder al autopadecimiento de su propia sobrenaturaleza. Porque «gualicho» es lo que gira y en su girar hace girar y torcer los caminos, es lo que «laberinta» los tránsitos por el espacio abierto de las planicies esteparias y en los itinerarios espirituales.

Sin embargo, si uno desanda el sinuoso camino de significación de «gualicho» descubre, en el rastro de su deriva, que se trata de una «palabra grande». Palabra grande en el sentido que habla Rodolfo Kush, ésas que no determina ni señalan una cosa en particular, porque dicen más de lo que expresan y son un refugio simbólico donde se puede pensar todo aquello que nos interroga sin respuestas. «Gualicho» se revela en su deconstrucción como una palabra única, por solitaria, pero también por excepcionalmente disfuncional y disruptiva, a partir de una superproducción de sentidos que concreta la tensión en múltiples contradicciones.

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Espíritu de las encrucijadas materiales y espirituales, gualicho acecha con el extravío en las travesías y los itinerarios nómades por el desierto patagónico y el de la existencia. Divinidad ambiguamente maligna con sede geográfica en el gran bajo al que da nombre en el sudeste rionegrino. Su poder se metaforiza en la sal paradójicamente yerma y vital que crece infinita en la parte más baja de aquella depresión que se hunde por debajo del nivel del mar.

Simple y seminal «gualicho» abre la puerta de entrada a una cultura y sorprendentemente, mientras más vamos hacia su formulación indígena más la palabra se vuelve palabra nuestra. Mito central, pero sin centro. Ubicuo, como lo notara ya Lucio V. Mansilla. Mito disperso bajo distintos nombres y características. Maip, Elemgasem, Kollón, Xalpen. Indistintamente masculino o femenino, vieja o gigante con caparazón de gliptodonte, con poder para petrificar y petrificarse, para insuflar la vida y robarse niños y mujeres. Su suspiro es el viento y su llanto, la lluvia. Padre de la vizcacha y mandante del piche. Enloquecedor de bestias y humanos. Dueño de todos los seres vivos.

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Gualicho se manifiesta en las tobas de arena y ceniza y en el arco iris. Causa de los «caminos perdidos» que nunca se cruzan y que representados con líneas de geometría rectilíneas o espiraladas son el motivo principal de las grecas tehuelches con las que se simboliza que el andar del hombre sólo tiene el estatus posible de la aproximación y el rodeo en torno a un centro inasequible.

Gualicho es el signo vivo de la intemperie frente a todo y frente a la nada. Resto singular de la totalidad que nos pone en contacto con el mundo. Ligado al origen de las cosas, resulta habitante y morador esperable de las cuevas y autor de las misteriosas pinturas atávicas de esas entrañas de la tierra. Se moviliza en los remolinos, apaga los fogones y odia el ruido de los viajeros. Los grandes huesos fósiles dispersos son parte de su esqueleto y según anotó en sus libretas Tomás Harrington puede mezclarse agua y la ganga que rodea aquellos huesos para beber su potencia.

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Gualicho es la esencia de lo dispuesto en el mundo como asechanza y peligro. Divinidad caída que señorea la incertidumbre del «estar» en el mundo, a merced de la desorientación y el influjo. Y por eso en el revés de ese riesgo, a gualicho se lo procura y se lo procura invertido. Metonímicamente. Ya que siendo gualicho lo que circunvala y todo lo rodea, se lo procura en esos árboles solitarios y encarnados a los que rodea la nada. Como los que encontraron y Darwin y el Perito Moreno y describieron como altares con todo tipo de ofrendas.

Gualicho es también una personalización incisoria del mundo que nos enfrenta al desgarramiento entre lo favorable y lo desfavorable. Y se lo arrostra en el afán de la unidad salvadora. Así, si gualicho es lo que acecha en el afuera, cuando se consigue su conjuro, gualicho pasa de afuera a adentro poniendo al sujeto en trance y volviéndose, según relata Tomás Falkner, oráculo y dador generoso de artes y conocimientos.

Gualicho es así la palabra patagónica instalada en la dimensión existencial, que aglomera las tensiones y las discordancias de la angustia y estructura un modo de estar en permanente tensión especulativa con lo sagrado.

(*) Secretario de Cultura y Extensión de la UTN