Durmiendo con el enemigo – Por Alicia López Blanco (*)

No es tarea sencilla descubrir lo que necesitamos ser, tener, alcanzar o desarrollar para sentirnos bien. En la mayor o menor conexión con ese conocimiento influyen, principalmente, tres variables: las propias experiencias vitales, la cultura de pertenencia y la subcultura de la familia de origen. De cada una hemos asimilado valores y formas de comportamientos capaces de producirnos satisfacción y, al mismo tiempo, de la misma fuente hemos bebido principios, tradiciones, costumbres, reglas, órdenes y preceptos que nos determinaron a ser, hacer y comportarnos de determinada manera.

Del mismo modo que sucede con los desequilibrios del cuerpo, muchas veces es nuestra mente la que nos juega una mala pasada. Ella constituye el escenario en el que Eros y Psique representan su historia de amor. En la inmortal fábula de Lucio Apuleyo, una de mis lecturas preferidas en la adolescencia, Psique amaba a Eros sin haberlo visto nunca a la luz del día, pero sí con los ojos del corazón. Cuando transgrediendo una regla impuesta por él se atrevió a iluminar su imagen, lo amó aún más, pero Eros castigó su curiosidad abandonándola. Ella penó, se sometió a pruebas extremadamente difíciles para reconquistarlo, hasta que finalmente logró reunirse con su amado. Tal es la escena que se juega en el espacio de nuestra mente: los encuentros y desencuentros de Eros y Psique, el sentimiento ocultándose y tornándose huidizo, y el conocimiento tratando de atraparlo y develar el misterio. Este juego dialéctico entre razón y corazón está en la base de algunos mecanismos incorporados que se oponen o entorpecen nuestro bienestar.

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Resolver la paradoja del rechazo habernos adaptado a los cánones cultura les contribuyó sin duda a nuestra supervivencia, pero si los mandatos nos fueron transmitidos de forma rígida y autoritaria, o si debido a nuestro temperamento los asimilamos de esa manera, estas pautas incorporadas podrían estar alejándonos de nuestras aspiraciones más profundas, llevándonos a confundir nuestros propios deseos con los ajenos. Si la fuerza de su intrusión fue elevada, podrían también estar impidiendo la revisión y el filtro de esas normativas en etapas posteriores de nuestro crecimiento.

Tal el caso de Julieta, de 43 años, que se presentó a la consulta con un pedido muy singular: “Quiero que me ayudes a ser la mujer que mi marido quiere que yo sea”. Al escucharla, me invadió una mezcla de sensaciones entre las que circulaba la compasión, la tristeza y el enojo. ¿Cómo puede desear dejar de ser ella para convertirse en el deseo del otro?, me pregunté. ¿Qué le pasó a Julieta en la vida para ocupar esta posición existencial que tanto la aleja de sí misma? Pero ¿quién es ella en verdad? hija de una madre con trastorno bipolar, que contaba en su haber con varios intentos de suicidio; y un padre débil, sumiso y ausente, toda su infancia trató de contentar a los demás, cuidar a su madre y no dar disgustos. Al momento de la consulta habían fallecido sus padres. La última fue su madre, de cuya partida hacía un año. Con su hermano Víctor, tenía una buena relación pero distante.

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Se casó a los 25 con Esteban, quince años mayor que ella, con el que había tenido dos hijos varones. Presentó a su marido como un hombre autoritario, estructurado, perfeccionista, obsesivo, impaciente e irritable. Constantemente la reprendía por todo lo que no hacía o por lo que hacía mal, sintiéndose ella inadecuada y atribuyéndose toda la culpa de que su matrimonio no funcionara: “Yo soy muy desorganizada, distraída e inquieta, y eso lo pone de mal humor, además, me disperso tanto que no soy operativa”, argumentaba.

Antes de conocer a Esteban ella había realizado el Profesorado de Magisterio obteniendo el título de maestra y había ejercido poco tiempo su profesión. Luego se casó, vinieron los hijos y él consideró que lo mejor era que ella se dedicara a su crianza y dejara de trabajar. A lo largo de los 17 años que llevaban juntos, Julieta se había sometido a los deseos de Esteban, pero hiciera lo que hiciera, él nunca estaba conforme y la descalificaba permanentemente, lo que la hacía sentir “peor que un cero a la izquierda”. Sus hijos tampoco la respetaban. “En mi casa, soy una hija más”, “Él está tan enojado”, “Me reta todo el tiempo. Yo no sé qué quiere que sea”, “Los chicos son traviesos y me cuesta educarlos”, “Cualquier decisión que tomo, se enoja”.

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Ante ese panorama, le pregunté si para iniciar el proceso terapéutico podía esbozar un pedido personal, no uno que refiriera a contentar al otro sino algo que ella necesitara. Allí Julieta se atrevió a pensar en sí misma y muy tímidamente, casi en tono de pregunta, dijo: “¿Fortalecerme?”. y de manera más contundente e irrumpiendo en llanto: “Salir de la tristeza”.

Me interesó saber entonces qué la ligaba a Esteban, por qué creía ella que permanecía en ese vínculo que le traía tanta infelicidad, a lo que respondió: “Es el modelo que armé, el proyecto que tuve. No quiero romperlo. No quiero quedarme sola…”. En mi interior quedaron tintineando algunas preguntas: Pero… ¿cuán acompañada está en realidad? ¿Vale más sostener lo que no es genuino, lo que parece una simple escenografía montada para una escena, que el propio bienestar? ¿Cuál es el balance que cada uno hace entre costo y beneficio? ¿En función de qué parámetros? Para ser aceptados por otros, emular lo que los demás han logrado u obstinarse en sostener lo insostenible, muchas veces terminamos encerrándonos en “la paradoja del inevitable rechazo”.

(*)Autora de “Ser, hacer y trascender. Estrategias para alcanzar el bienestar” de Editorial Albatros